María Eugenia de Antequera Viuda del líder de izquierda José Antequera

Desde 1985 María Eugenia de Antequera había sufrido el dolor del asesinato de más de 70 personas cercanas a ella.

María Eugenia fue esposa de José de Jesús Antequera, la víctima 721 del genocidio del movimiento de la Unión Patriótica, UP. Ella se conoció desde la juventud con José Antequera “Pepín” cuando estudiaban Derecho en la Universidad Libre y él era dirigente de las Juventud Comunista. Se casaron en 1977. Desde 1983 tuvo que empezar a vivir con amenazas. En 1985 tuvo escoltas y tenía que dormir en la sala de su casa. Antequera fue de los pocos líderes de la UP que se atrevieron a cuestionar, de manera abierta, la combinación de todas las formas de lucha.

En 1988 le pusieron una bomba en la oficina de Pepín sin consecuencias físicas para nadie, pero sí emocionales para María Eugenia, que insistía para que salieran del país porque se enfermó debido a mayores amenazas. Ella, como su esposo, nunca creyó que la violencia fuera un medio para algo.

Sin embargo el día llegó. ¿Mataron a Pepín?", preguntó María Eugenia a la "avalancha" de personas que ese día abrieron la puerta de su oficina abruptamente. En medio de la confusión, mientras ella buscaba a su marido, un periodista le gritó: "¿Buscas a Antequera? Está muerto hace rato y, además, no está en esta clínica". Así confirmó la noticia.

Dice que “descansó” con la muerte de su esposo: descansó de pensar cada día cuándo sería el día en que lo matarían; descansó de los escoltas y de la gente armada en su casa y de recibir amenazas. Sin embargo, durante las semanas posteriores al asesinato del líder Antequera, María Eugenia vivió hechos que tilda de "horribles". Policías que se hacían pasar por miembros de la UP o por periodistas y que terminaban en su apartamento averiguando sus vidas. También pasó un día encerrada en un sótano de la Sijín, donde la llevaron con el argumento de que tenía que reconocer a los sicarios que acribillaron a su marido.

Se enfermó de los riñones, del colon y de los dientes. Era una viuda de la UP, en sus palabras, “estrato cero”. Dice que sabía que nadie le ofrecería ni una embajada ni nada similar, así que tomó fuerzas y decidió seguir adelante, por sus hijos, a quienes tuvo que acompañar por largo rato a sesiones de psiquiatría para víctimas de la violencia. Su hijo de cinco años de cuando en vez se escondía debajo de la cama gritando y pidiendo ayuda para no salir de la casa pues creía que lo iban a matar.

Durante más de cuatro años después de la muerte de Pepín, cada marzo María Eugenia se enfermaba gravemente. Un día le diagnosticaron una severa depresión postraumática. Estuvo más de un año en tratamiento para manejar la depresión y la rabia. No fue fácil.

Luego se dedicó a trabajar en Madres por la Vida, una organización creada para juntar madres de víctimas de la violencia que tuvieran ideologías y condiciones distintas. Allí conoció a madres de guerrilleros, de líderes políticos y hasta de policías muertos por la violencia. En esos días entendió que el dolor de la muerte de un hijo es igual para toda madre y que en ese dolor no cuentan las ideologías ni los colores.

Entendió que el dolor de la guerra es un dolor de todos y todas y que en la guerra, solo el dolor gana.


 

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