Dora Margarita es una antigua guerrillera del ELN que se pasó al M-19 y se aburrió de la guerra. Vivió su infancia en un inquilinato en Medellín, junto con su mamá y sus tres hermanos. Ellos no tenían nada, pero cuenta que su familia, tíos y abuelos sí llegaron a tener algunas propiedades e incluso una finca con un trapiche. Pero por “la violencia” lo perdieron todo. |
Dora Margarita empezó a vivir los horrores de la guerra con los relatos y recuerdos de su mamá que vivió esa época de “la violencia”. Su mamá le contaba que casi pierde a su hermana por la impresión que le causó una noche ver cómo le cortaban la cabeza a un señor. Como esos, su mamá tenía muchos recuerdos más.
De pequeña Dora Margarita trabajó en casas de familia como niñera y ayudante de cocina. No le gustaba ir a la escuela porque pasaba hambre; se desmayaba. El hambre fue el recuerdo que más grabó en su memoria.
En su juventud con su primer novio, José, conoció un cura franciscano con el que trabajaron inicialmente en su droguería. Pero fue precisamente el cura quien empezó a hablarles de la revolución cubana y organizó a varios jóvenes en células. Les habló del Ejército de Liberación Nacional, ELN, que “trabajaba en bien de los pobres” y los convenció de que la vía armada era la única posible para que sus vidas cambiaran, hasta que los “enlistó”.
Dora Margarita se fue “al monte” sin pensar en nada, incluso ni en lo que viviría su mamá
al no volver a verla. Se “entregó” por completo a la guerra.
Inició como todos los nuevos guerrilleros del ELN en “La Nasa” el campamento donde probaban a los principiantes. Allí, dice, vivió de verdad el miedo, conoció lo que era madrugar, no dormir, las inclemencias del monte, la falta de baño y cómo se le fueron ennegreciendo las uñas. Aunque nunca le gustaron las armas, ni de juguete, allí aprendió a manejar las de verdad. Lloró, sola y en silencio, por la muerte de su novio José, quien también se había enlistado a la guerrilla y cayó en un combate.
Conoció luego a Gabino, al Cura Pérez y a otros jefes guerrilleros más. También conoció la desilusión, las verdades de la guerra y la soledad. Por los asuntos de la guerra un día la sacaron del país, sin información de a dónde iba, sin contactos y con dinero falso. Luego de pasar penurias en Europa y con un poco de astucia logró llegar a Cuba. Allí se refugió un buen tiempo. Estudió, se formó en ideología de izquierda y conoció a otro guerrillero con quien luego se unió en matrimonio.
En Cuba conoció a Jaime Bateman, jefe de la guerrilla del M-19 quien convenció a Dora Margarita y a su esposo de continuar la lucha y volver a Colombia. Era 1988. Hacía 18 años que no veía a su mamá. La vio poco tiempo en Medellín y luego se fue a Bogotá.
Le asignaron labores de logística para el M-19, pero un día fue atrapada pegando propaganda guerrillera. Vivió los horrores de la tortura, soportó vejámenes, violaciones y múltiples humillaciones para obligarla a hablar y delatar a sus jefes. Dora Margarita seguía fiel a su causa. Creía ciegamente en ella y en ese momento la sentía verdadera. No habló y sufrió casi hasta la muerte. Luego fue trasladada a la cárcel del Buen Pastor. De allí salió a los tres meses por falta de pruebas, pero conoció mucho más a Colombia, dice que aprendió a valorar la familia y a entender el dolor que se le causa a una madre cuando se escoge el camino de la guerra.
Regresó a la militancia y en sus faenas estuvo muy cerca de la guerrilla de las Farc. En este acercamiento también conoció los terribles abusos y humillaciones que vivían allí las mujeres guerrilleras. “Eran como propiedad de los hombres”.
Fue combatiente de tiempo completo y afirma que ver tantas muertes fue lo más duro de esa vida.
La paranoia de la traición o de ser atrapada fueron dolores que también le acompañaron.
Las desilusiones por lo que creía fueron también la constante. Un día se convenció del desorden que era el movimiento guerrillero, de la falta de ideología y que solo buscaba protagonismo. Así que al ver de nuevo un día a su mamá y encontrarla sola, desamparada, más pobre que antes, enferma y envejecida, sin poder trabajar, se dio cuenta de que nada de su guerra valió la pena.
Margarita decidió quedarse de nuevo en Medellín y tratar de tener una vida normal, lícita, y consiguió trabajo en una fábrica de zapatos.
Lejos del monte sufrió la desilusión por la desmovilización de su movimiento y por la muerte de su comandante Carlos Pizarro, en quien creía profundamente. Luego sufrió otro dolor peor: el de la muerte de su madre a causa de un cáncer que la consumió, y el arrepentimiento por no haber pasado más tiempo con ella. Dice en el testimonio que si pudiera vivir de nuevo, jamás escogería el camino de las armas.